La importancia de las relaciones interpersonales radica en los primeros años de vida, etapa en la que el niño sin un entorno de apoyo adecuado vería imposibilitado su crecimiento y desarrollo. Los adultos continúan necesitando de un ambiente emocional en el que integrarse, sin el cual su equilibrio emocional estaría en riesgo.
La forma de relacionarnos de los adultos no es casual, es fruto de los aprendizajes recibidos en el seno familiar. La familia es pues la base de nuestro desarrollo que se conjuga con la biología, así como con la herencia familiar (conflictos y soluciones por nuestra familia de origen) para contribuir a la construcción de nuestra propia realidad y al manejo del propio bienestar.
Como necesitamos integrarnos socialmente para estar en equilibrio, y además, cada uno parte de unos aprendizajes, predisposición biológica así como herencia familiar, que hace que tengamos necesidades distintas, intentaremos compensar dichas carencias en relación con los otros. Esto se debe a que los seres humanos somos una especie social y, al igual que otros mamíferos, necesitamos durante largo tiempo la protección y el cuidado materno, así como el del grupo. La protección que necesitamos los seres humanos es el alimento de nuestro desarrollo que consiste en un entramado de necesidades sociales, intelectuales, físicas y emocionales.
El ser humano nace incompleto, con un amplio potencial que no puede desarrollar por si mismo: necesitamos un entorno emocional para alcanzar la madurez. Necesitamos ese ambiente afectivo, no solo para aprender, sino para vivir. Existen numerosas evidencias que lo confirman, como el caso de Kamala, el niño lobo encontrado en India con 7 años de edad. Cuando los misioneros lo descubrieron el pequeño andaba a cuatro patas y sólo emitía sonidos similares a los del lobo. Aunque llegó a caminar con dos pies y a hablar algunas palabras, continuaba reaccionando como un lobo en situaciones de peligro. Murió a los once años. También es un ejemplo de la importancia del amor para nuestra supervivencia el llamado Síndrome de hospitalismo (Spitz, 1945), que describe las dificultades para vivir que experimentan los niños criados en una institución que no logran establecer un vínculo afectivo especial con sus cuidadores, aunque tengan sus necesidades básicas de alimentación e higiene cubiertas.
Los adultos reaccionamos ante el conflicto o el peligro de la misma forma que lo hacíamos en los primeros años. Estas reacciones adultas están condicionadas por nuestras vivencias ante el conflicto cuando éramos niños, y se experimentan en el mundo interno del adulto, en las reacciones emocionales y en la forma de dotarlas de significado. Así pues, la experiencia de abandono y la carencia de ternura en los primeros años de vida pueden dejar como secuela una profunda dificultad para empatizar y salir del egocentrismo, así como la incapacidad para desarrollar determinadas facultades (intelectuales, emocionales, sociales…)
Determinados problemas en el presente: dificultades en las relaciones de pareja, problemas familiares, malestar en las relaciones interpersonales, dependencia, falta de autoestima, fobias…. Pueden estar relacionados con esas carencias de aquel niño que, por circunstancias, no recibió el alimento del alma que se necesita para estar en sintonía interior. La receta para que un niño se convierta en un futuro adulto en equilibrio: amor, ternura y cuidados.