Existe un hilo invisible entre nuestra más tierna infancia y la vida adulta, se denomina apego. Pero, en qué consiste? Bowlby, psicoanalista inglés que se interesó por el desarrollo de los niños, definió como apego o vínculo afectivo a la atracción que un individuo siente por otro que le lleva a buscar su proximidad. Dicha necesidad parte del deseo del niño de sentirse próximo a la figura materna o referente cuidador.
Para ilustrar este término, podemos pensar en la interacción entre una madre y su bebé, que generará en éste unas emociones predominantemente positivas o negativas y que marcarán el funcionamiento social de este niño en su vida adulta. Es decir, si la experiencia del niño ha resultado positiva a lo largo de su crianza y ha podido contar con padres o referentes amorosos que no frustran sus necesidades de amor y cuidado y en los que puede confiar porque le proporcionan seguridad y apoyo, dispondrá en la vida adulta una buena base para generar relaciones sanas. Sin embargo, si la figura de apego no calma y no aporta seguridad ( por ejemplo, madres ansiosas, con perfiles perfeccionistas, con tendencia al sentimiento de culpa y ambivalentes), el niño podrá experimentar ansiedad de separación (miedo al abandono) .
Las pérdidas “relativas” como por ejemplo la aparición de otro hermanito al que cuidar, el cansancio, la incorporación al trabajo, o problemas emocionales de los padres, así como los propios límites de la madre para implicarse en el cuidado del hijo influyen en su sistema de apego, por lo que resultará de vital importancia atender a las necesidades afectivas especialmente en estas circunstancias y acompañar al niño para que pueda canalizar las emociones derivadas de estas situaciones de cambio, con el objetivo de restablecer su equilibrio emocional.
Otro ejemplo de mayor influencia negativa en el sistema de seguridad del menor, es el de las pérdidas físicas reales en los primeros años de vida, que puede conducir a que el niño construya una personalidad adulta caracterizada por la frialdad emocional, como mecanismo de defensa ante el dolor, debido a que las pérdidas afectivas suelen resultar más traumáticas si no pueden ser elaboradas con palabras.
Si bien es cierto que nuestra forma de relacionarnos en la vida adulta no se reduce únicamente a esta variable relacional entre madre-hijo, sí que es cierto que nuestra visión del mundo está más o menos influenciada, directa o indirectamente, por esta relación, en función de las circunstancias que a cada uno le toquen vivir. Para que ese funcionamiento infantil que se da entre una madre y un hijo se mantenga en la vida de éste a lo largo la etapa adulta, tiene que haber predominado de manera sistemática en las conductas infantiles, y haberse mantenido a través del tiempo.
“Pero los corazones de los niños son unos órganos delicados. Una entrada dura en la vida puede dejarnos deformados de mil extrañas maneras. El corazón del niño herido se encoje a veces de tal forma que se queda ya para siempre duro y áspero o se ulcera y se hincha hasta volverse una carga penosa dentro del cuerpo y cualquier roce lo oprime o lo hiere”
-La Balada del café triste, de Carson MacCullers-